Viejo micro, caras conocidas y cachetadas
El viaje a Nizhny Novgorod fue el primero dentro de Rusia durante la Copa del Mundo, el que desde Buenos Aires imaginábamos con el primero de algunos hasta una eventual semifinal o final. Ciertamente no fue el último tras la dura derrota, pero tampoco fue uno más, más allá de la derrota.

Dos choferes sin uniforme que se turnaban y conducían con la misma “delicadeza” con la que Iván Drago mató a Apollo Creed en Rocky IV. Frenos repentinos como los de Ariel Ortega en sus mejores épocas, música a todo volumen de principio a fin y aire acondicionado al mínimo porque sí.
Repleto de hinchas argentinos, con entradas, “porque nadie haría este viaje sin entradas, hay que estar demente”, según comentó uno de los pasajeros ante la pregunta de otro. Sin embargo, el ítem que faltaba resolver era el de la vuelta, no la mía a Moscú, sino la de varios de ellos. Tren no hay hasta mañana a la noche, avión es muy caro y colectivo no se consigue excepto en la estación. “Algo del estilo de Uber” fue la opción que prevaleció entre Manuel y un amigo suyo; un padre con su hijo, una argentina radicada en suiza con su novio y un empleo abandonado allí porque no se quería perder el Mundial.
A mi lado, Carlo, un periodista italiano que escribe para un diario suizo y trabajó para la cadena Sky en Italia. Intercambio de datos, historias y opiniones futboleras mientras el viaje no terminaba nunca en la ruta interurbana con semáforos.
Fueron siete horas con control policíaco incluido, en el que una oficial subió al micro a pedirnos los pasapor… perdón… el FAN ID.
El micro nos dejó en la Plaza de la Revolución de Nizhny Novgorod, céntrica y frente a la estación de trenes, a la que observo mientras almuerzo esperando que se hagan las 11 de la noche. 24 horas después del 0-3 papelonesco del seleccionado nacional por la segunda fecha del Grupo D.
Partido que esperé ver en el estadio durante meses, porque durante años anhelé ver a la Argentina en la cancha durante un campeonato mundial. Lo soñé, lo imaginé y se me cumplió. Ingresé con una entrada de reventa, la que rechacé y volví a aceptar decenas de veces, indeciso, por la preocupación (susto) de tener algún problema “legal”. No lo tuve. Entré. Festejé hasta las lágrimas. Me emocioné al sentarme y repiqueteé mis pies contra el piso ansioso esperando el partido, desde la fila más alta de una de las plateas laterales del precioso estadio.
Por la esclara vi subir una cara conocida. Damián Kachanovsky, compañero de colegio primario y secundario a quien no veía hace más de diez años.
“No te puedo creer, tu entrada es la que era de mi novia, nos vamos a sentar al lado”, me dijo incrédulo y eufórico por el reencuentro y por “los goles de Messi que ya van a venir”.
Luego del cachetazo fuimos a comer comida georgiana mientras los croatas celebraban una y otra vez los goles de Rebic, Modric y Rakitic y se acercaban para manifestar su amor a la Argentina y su admiración por el 10 argentino. Clima de Mundial a pleno, no como el de los imbéciles que nunca faltan y se pelean a las trompadas en la tribuna porque “el aguante” y “tenemos huevo”.
Al insólito viaje y el inesperado reencuentro los decoró una paliza deportiva en contra. El Mundial, con o sin Argentina seguirá. Me refiero al mío.
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