Cuando fui ruso


El 11 de junio y el 7 de julio serán, cuando haga un repaso de mi vida, los únicos dos días de mi vida en los que por un par de horas no fui argentino. Fui ruso. Por decisión propia y porque el ambiente me llevó.

Sin pasaporte o documento oficial que lo legitime, los rusos me llevaron a ser uno de ellos en el partido inaugural de la Copa del Mundo contra Arabia Saudita y en el choque de cuartos de final frente a Craoacia. No lo pude evitar. Tampoco hice demasiado por hacerlo.

En Luzhniki, sentado en una butaca en la parte más alta de una de las cabeceras del estadio, la alegría y la euforia de los locales me llevó a aceptar que me adopten. Tres jóvenes sentados una fila delante de mí me explicaban cada uno de los cánticos y banderas que se desplegaban en el estadio.

Escucharlos cantar el himno y el disfrute y orgullo que, se notaba a la legua, les generaba y aún hoy fuera de la competencia tienen por organizar la Copa del Mundo, no me dejaron dudas. Esa tarde fui ruso. Grité los cinco goles y me abracé con ellos ilusionándome de ver a los de Cherchesov, tal vez, por qué no, en una instancia decisiva del torneo, a pesar que los tres chicos y cuanto ruso consulté, consideraban un milagro si superaban los octavos de final. Llegaron a cuartos y estuvieron a nada de la semifinal, su mejor marca bajo la bandera rusa y no la soviética.

Si bien durante toda mi estadía en este país el trato fue excelente, acogedor. A diez días de regresar el comentario se repite: “Qué hermoso país, qué bien nos han tratado”. Colegas, hinchas, argentinos y otros. Hay amables y amigables y no tanto, como en cualquier parte del mundo, pero Moscú, San Petersburgo y Nizhny Novgorod me produjeron lo mismo: fascinación. Y todavía me queda por conocer Sochi.

La noche más triste para los rusos durante su Mundial, durante nuestro Mundial, fue la del 7 de julio. La de la derrota por penales a manos de Croacia y la eliminación. Lo vi en el bar Rodina, sobre la Avenida Taganskaya, con dos colegas y rodeados de rusos. Que charlamos con Artemie, un luchador profesional batallas medievales. Que nos pusimos de pie para el himno y festejamos los goles como si hubiesen sido de la celeste y blanca. Que nos sumaron a sus mesas, a su particular pasión por la selección rusa a pesar de no ser tan fanáticos del fútbol y casi hasta rezar con ellos por una victoria desde los doce pasos. La ansiedad que compartí vía redes sociales con amigos y amigas oriundos de aquí pero que viven en Buenos Aires y desde allí sufren lo que yo en Moscú. Casi que lloramos con ellos. Seguro que volvimos masticando bronca por el resultado porque lo sentimos como si hubiésemos sido eliminados nosotros otra vez. La sensación post Francia se repitió, fue idéntica. Desazón, desilusión, fin de un sueño.

“Ojalá que compartiendo esto con nosotros sean un poco rusos”, nos dijo un nerviosísimo hincha. “Ya lo somos”, atiné a responderle. Cuando Rakitic marcó el penal decisivo apenas si lograron reaccionar, se abrazaron, algunos lloraron y se fueron. Cabizbajos. Yo me quedé unos minutos mirando la TV grande del patio del bar adonde vimos los penales con las manos en la cabeza. Quieto, en silencio. Incrédulo. Eliminado, otra vez.

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