Una vida de cuatro días
El viaje a San
Petersburgo estuvo cargado de nerviosismo, de ansiedad, de salir del
departamento sin la tarjeta “Troika” para usar el transporte público,
transpirado y a las apuradas. Nervios por el viaje y porque al día siguiente se
decidía el destino del seleccionado argentino en Rusia 2018. Ya de por sí
viajar me pone nervioso. Con mi mochila desorganizada y los bolsillos repletos
de cosas y papeles que debieron haber sido más cuidados o ser guardados en otro
lado.
Una vez en el
tren, tras haber cenado a las corridas, claro, el estrés por viajar pareció
diluirse, pero por delante quedaba lo más importante, que, para colmo, no
depende de uno, sino de once extraños que uno alienta hasta quedarse sin voz y
sin más lágrimas para derramar. Al fin y al cabo, por ellos uno está acá. El
tren era mucho más cómodo del que me tocó para regresar de Niznhy Novgorod, en
el que dormí en la litera de arriba y a la que mi papá y algunos amigos
rebautizaron como un “jonca”. Alguno, en broma, preguntó adónde era el
velatorio.
Pero rumbo a San
Petersburgo, todo fue más cómodo. Compartí camarote, o algo así con un
argentino de treinta y pico de años, radicado desde los ocho en Australia y su
pequeño hijo de no más de diez. Él hablaba con mucho acento y el niño,
solamente en inglés, hasta que se durmió a los pocos minutos de iniciar el
viaje. El otro integrante, un hombre grande, de nunca quise averiguar dónde,
porque se ganó mi desprecio por instalarse en mi cama a terminar de ver España –
Marruecos y no subir a su “jonca”, habiendo observado que donde se había
instalado era mi lugar. Tardó mucho en mudarse. El argentino/australiano ya
directamente lo miraba con odio. Es que el señor ya lo había interrogado sobre
dónde y cómo dormiría su hijo y por qué llevaba tantas valijas si solamente
eran dos. Para colmo, tras escuchar una larga conversación que tuvimos los dos “argentos”,
sobre fútbol y la vida de cada uno, observó al menor dormido, con una bandera
argentina pintada en una de sus mejillas y preguntó si lo podía fotografiar
para publicar en Instagram.
El NO fue rotundo
y casi amenazante. De hecho, a partir de ahí, el destrato y las especulaciones
sobre cómo reaccionar ante otro accionar sospechoso del señor se multiplicaron.
Luego todos nos dormimos y nos despertamos ya en nuestro destino. Nuestro destino,
dije. San Petersburgo. Una ciudad que, aunque no quieras, te enamora, te
atrapa, te mete de lleno en su historia. Así no entres y sólo contemples desde
afuera el Palacio de Invierno o el Crucero Aurora o los más de 600 puentes que
atraviesan el Río Neva. Horas de caminatas por la Avenida Nevski, plagada de
argentinos, que invadieron la ciudad para alentar a Messi y compañía.
El partido fue un
verdadero parto, que como todo aquel que sale bien, termina con lágrimas de
alegría y avalanchas disfrazadas de abrazos interminables porque llegó el
agónico gol de Rojo que no vi porque ya resignado me tapé la cara para no
mirar. Y se me cayeron encima para festejar un pibe de melena rubia, a quien
todos queríamos rapar si ganaba Argentina, un correntino y un sanjuanino que se
cansaron de contenerme y un argentino radicado en Nápoles.
La vuelta a Moscú
fue tranquila, repleta de alivio y cansancio. De pocas horas de sueño en el
tren, mensajes con familia y amigos y una siesta matutina al regresar al
departamento. De ir a cenar con un grupo de periodistas chinos que nos
invitaron gentilmente. La querida “Casa Taganskaya”, como la hemos bautizado
con Gantman, Arcucci, Wall y Fernández Moores. Charlas, debates y tareas
periodísticas que surgen sobre la marcha y la segunda edición en vivo de la
genial mesa de charla futbolera a través de nuestras redes, de la que aún no
puedo creer formar parte. En el medio, la angustia por los amigos y ex
compañeros de la Agencia Télam, despedidos injusta y cruelmente por una manada
de runflas que ni vergüenza tienen. Escribirles, recordarlos, apoyarlos y
alentarlos. Cumplir con una “misión” encomendada por Fernández Moores para el
NY Times, esperando que salga bien, como salió. Perder plata al intentar
devolver o revender una entrada para Croacia-Dinamarca y bajarme del viaje a
Kazán para ver Argentina-Francia. La señora con narcolepsia que me vendió un
helado en la calle y pispear una y otra vez una casa de apuestas deportivas
donde deberé sumergirme para otra nota.
Todo esto
mientras las ganas de querer volver a casa con mi esposa y mi hijo ganan
terreno, pero quedarse es igual de importante. Llegar como sea, escribió una
vez Daniel Arcucci. Llegar a la meta. La meta es la meta, que está allá, cada
vez más cerca. Prometí llegar, como sea, pero ya llego.
Excelente!
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