Aperitivo




Apenas si pasó el tan ansiado 14 de junio de 2018. Lo estaba esperando desde el 13 de julio de 2014, pero más aún desde marzo, cuando decidí que iba a viajar a mi primer Mundial.

Y fue una verdadera montaña rusa. Levantarse sabiendo que empieza el Mundial y que vas a ir a la cancha. Que por primera vez vas a ver en el estadio un partido de Copa del Mundo, por más que jueguen la selección de rengos de Miramar contra el combinado de tuertos de Burundi, la emoción y la ansiedad son infinitas.

Al mediodía partimos rumbo a la Plaza Roja y la Catedral San Basilio, el corazón de Moscú, donde por fin encontramos el color y el clima mundialista que tanto buscamos desde la llegada el 11.

Allí encontramos cientos y cientos de hinchas de todas las selecciones sacándose fotos, haciendo vivos para sus diferentes redes sociales, prensa internacional, cada uno alentando a los suyos, incluso, como dentro del estadio, fanáticos de selecciones que no se clasificaron y, sin embargo, se acercaron a Rusia para ser testigos del evento deportivo más importante del planeta.

A esa adrenalina de comenzar a vivir el Mundial en las calles, hay que sumarle lo imponente y colorido del escenario, aún más, cuando un hincha argentino colgó una bandera de Maradona en una valla, que, desde abajo parecía que era parte de la decoración externa de la catedral. A seis horas de Rusia – Arabia Saudíta, el Mundial ya había comenzado.

Después de almorzar una especie de brochette de cerdo en un pintoresco complejo al aire libre, a pocas cuadras de allí, donde se sumaron los escritores como Antonio Santa Ana y Martín Blasco. Un lujo.

Luego sí, llegó la hora. Como decía mi tía Puchy cuando pasaba por mi casa para llevarme a la cancha: “Rumbo al estadio!”

Rapidísimo viaje en el Metro de Moscú y encarar hacia la tribuna. Saludando hinchas de Arabia, de Rusia, Argentina, Brasil, Senegal… de todos, en un clima de absoluta algarabía y expectativa antes que se levante el telón.

Una vez adentro del gigante estadio Luzhniki, luego de largas caminatas hasta llegar a la entrada correspondiente y estrictos controles de seguridad, llegué a mi asiento. Contra la escalera, poco después de un descanso y detrás del arco donde Rusia anotaría tres de los cinco goles frente a Arabia. ¿A mi alrededor? Chinos, mexicanos, rusos, brasileños, argentinos, peruanos. Mucha cerveza y clima de fiesta futbolera. Y diferentes maneras de vivir el fútbol, todas juntas en 20 butacas a la redonda.

Delante de mí, tres jóvenes moscovitas que fueron a alentar a su selección y que gritaron cada uno de los goles como si hubiesen significado la consagración el 15 de julio. Con esa alegría viven los rusos su Mundial. “Con mucho orgullo somos sede y amamos a nuestra selección”, a pesar que de inmediato aseguren que alcanzar los cuartos de final sería “una gran actuación”.

Sin embargo, después de la goleada, se olvidaron de sus propios pronósticos y saliendo del estadio y volviendo a sus casas en el metro, eran “pura vida”, como dirían en Costa Rica.

Esos tres muchachos tal vez no olviden que se abrazaron con mexicanos y argentinos cuando su selección debutó en Rusia 2018, como un argentino no olvidará que sintió suya al equipo ruso el día del partido inaugural, un delicioso aperitivo para esperar el plato fuerte y, por qué no, el brindis.

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